Santiago en mí

Hablando entre la Habana y Santiago

En Cuba la palabra palestino es usada, mayormente, en la parte occidental de la isla para referirse a aquellos que vivimos en la región oriental, fundamentalmente en Santiago de Cuba, pues como mismo hay una popular frase que reza “Cuba es la Habana y lo demás es área verde”, también se suele creer que todo oriental es santiaguero. El término, usado con diferentes intenciones, desde la burla, hasta la pretendida ofensa; supuestamente implica una serie de características que deberían compartir todos los que nacimos en esta región. A él se ha venido a unir el término nagüe (terminología que en esta parte de la isla ha venido a sustituir, en una parte de la población, al clásico amigo, socio, o compay), y que en más de una ocasión es usado en igual forma peyorativa para referirse a los del este del país, aun cuando algunos jamás en su vida lo hayan utilizado en su trato con sus semejantes. Pero no soy sociólogo para analizar todas las aristas de ese tema, sólo quiero tomarlo como punto de apoyo para divagar un poco sobre mi experiencia alrededor de una de las diferencias que más tienden a marcar esta relación palestino-occidental: el lenguaje.

Muy pronto, durante mi primer año de los cinco que permanecí como estudiante becado en la capital, pude enfrentarme al reto que suele representar llegar a La Habana, por vez primera en la vida, con toda la carga de aplatanamiento de toda una vida viviendo en Santiago de Cuba. En una de las primeras conversaciones que intercambié con mis primeros compañeros de cuarto en Beca mencioné la palabra correcalles; y ante la duda de mis acompañantes, el Yero, de las provincias habaneras y el Charly, de Matanzas; tuve que acudir incluso a la pantomima antes de recordar el sinónimo con el que se conoce a ese medio de transporte usado por los niños en sus juegos: la carriola.

Es sólo uno de los muchos ejemplos que se convertían en ocasiones, en punto de comparación entre una región y otra, cada uno pretendiendo, dentro del orgullo por el terruño que nos parió, tener la verdad absoluta sobre la forma correcta de llamar a una fruta, u objeto cualquiera. Así, para los de Occidente resultan simpáticos términos como balde, cutara, balance, armario cuando nos referíamos al cubo, chancleta, sillón, o escaparate; o podías encontrar una cara extraña cuando pedías por un guineo o zapote en cualquier mercado agropecuario; aunque el vendedor estuviera comiéndose, él mismo, un sabroso plátano fruta o un mamey. Claro, esto también limitó a muchos de la región occidental del país el saber que el mamey para nosotros, es sólo una de las tantas variedades de mango que disfrutamos en Oriente, y lo que para ellos es sólo una fruta más, a nosotros se nos vuelve todo un menú de sabores de mangos filipinos, de Toledo, de biscochuelo, de hilacha, y un largo etcétera. Si para colmo de “palestinaje” te atreves a pedir que esas frutas te la echen en un cubalse, o te den una balita de refresco, irremediablemente caerá por su propio peso la pregunta: ¿tú eres de Oriente?, antes que te alcancen un jaba de naylon o un pomo de los que ya en todo el país se les conoce por pepino.

Pero más allá de los nombres dados a objetos y frutas; es en la pronunciación donde más evidencia dicen hallar los que se empeñan en etiquetar por regiones, sin embargo, aquí tampoco se pondrán de acuerdo los de oriente y occidente, pues mientras los del oeste nos reprochan el “comernos las eses” (en realidad se pronuncian como jotas, diciendo, por ejemplo, cajco en vez de casco), los del este le achacan igual “apetito” por la erre a los de la capital (se hace un cambio de la erre por la de, pronunciando padque en vez de parque).

En un excelente y completo artículo publicado en la página oficial de la Unión de Periodistas de Cuba (UPEC) se trata sobre esta temática (y otros aspectos relacionados con el idioma en Cuba) y se asegura que “según estudios, se manifiesta mayor diferencia entre las zonas occidental y oriental del país en cuanto al vocabulario y la pronunciación. El área más innovadora es Occidente, cuyo foco rector —Ciudad de La Habana— irradia la norma lingüística hacia el resto del país; mientras las provincias de Camagüey, Las Tunas y Holguín son las de mayor prestigio lingüístico entre los hablantes cubanos, y presentan rasgos más conservadores, desde los puntos de vista lexical y fonético”. Así mismo, se hacen eco de la lingüista Marlen Domínguez cuando explica que, “dentro de las distintas zonas geográficas del país, hay algunas en las que los sonidos del idioma aparecen más modificados que en otras. Con respecto a la norma que establece Madrid, el área más modificada sería el oriente del país, y el centro del país contaría con menor cantidad de transformaciones fónicas, de manera que La Habana estaría en una especie de término medio”.

Por suerte, más allá de la anécdota y el malestar mayor o menor que puedan ocasionar estas curiosidades del lenguaje, viví cinco magníficos años en la capital de la isla, si perder este amor por mi tierra, y sin dejar de comer guineo, o tomarme un sabroso batido de zapote. Así desbordan hoy las calles habaneras miles de orientales aplatanados que no reniegan de sus raíces y llenan toda la línea de primera base del estadio Latinoamericano para pintar de rojo la mitad del diamante en un juego entre Industriales y Santiago. Y es que todos somos cubanos. Todos cogemos (no montamos) la guagua (no el ómnibus), mientras hacemos el viaje mirando a una mujer (o a un hombre, según sea el caso) que es un mango (no bonito (a)); y sobre todo, somos los únicos que sabemos que el camello, no es precisamente un animal, aunque rumie y huela como el del Sahara.

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