Chucherías
Por: Juan Antonio Tejera
Mire usted, desde muchos años atrás al santiaguero le ha gustado, masticar algunas chucherías. Nos da gusto ver cómo han resucitado los churros, ahora con una especialidad y eso sí que es nuevo, rellenos.
Lo mismo sucedía con los merenguitos que hacían sus aparición en horas de la tarde, los coquipinas, todo quemaditos, con un sabor especial, que llenaban la boca de agua.
No hablemos de las raspaduras o de los turrones de coco, blancos o marrones, que de todos modos gustaban, o de los pasteles de carne y guayabas, calentitos, que ahora los tenemos en algunas de nuestras panaderías especializadas produciendo la misma sensación de satisfacción.
Ya hemos tocado el tema del rayado, eso que ahora se ha convertido, por obra y gracia del esnobismo, en granizado y también el de los japoneses que han hecho su reaparición con las misma características, caramelos cónicos enganchados en un palo aunque ahora los vendedores no corren mientras le dan vueltas a ese especial contenedor.
Y las rositas de maní que hacen serios intentos por nacionalizarse y olvidar su pasado norteño.
No, no lo hemos olvidado porque con él tenemos un algo especial. Nos referimos al manisero, ese que se va y que nunca se va y se queda. Sabemos que en otras locaciones también se ha vendido el maní por siglos, pero estamos seguro de que allí se sofisticaba un poco su envoltura, aquí era típico que se utilizasen páginas de libros o papel cartucho y por supuesto, que se anunciaran con un toque de campana característico, amén de que muchos de los vendedores eran asiáticos, sobre todo aquellos que portaban el garrapiñado.
Y el Parque de Céspedes se llenaba de estos vendedores, un poco como ahora, pero muchos más y todos necesitaban al menos una vez en la noche, masticar unos granitos de esos que venían en un cucuruchito de maní. Incluso las damas de alcurnia, esas que miraban sobre los lentes, también adquirían, que ellas como no eran vulgares, no decían comprar, sus maníes, que hasta pluralizaban en buena forma y se iban divirtiendo sacado granito a granito, entre los dedos índice y pulgar para masticarlos despaciosamente tantas veces como le había indicado el odontólogo, que no era de buen gusto decir dentistas. Eso era en público, que en privado. Vaciaban el cucurucho completo es una de sus manos, soplaban sobre ellos para alejar la cascara y despachaban en un dos por tres el producto. Y aseguro que esto era así en un barrio como Vista alegre, en esta ciudad de maravillas.