Por estos días disfruto del exquisito barroquismo carpenteriano, que en esta ocasión me llega desde las páginas, ya amarillentas, de “Los pasos perdidos”, perteneciente a la Colección Biblioteca Alejo Carpentier; “la novela de remontarse en el Tiempo”, tal y como la definiera su autor. En este viaje por tierras americanas, acompañado de la prosa culta de Carpentier, tropiezo con el siguiente párrafo, en el cual el narrador brinda las impresiones a su llegada a un pequeño pueblo cerca de la selva americana:
“Nada de lo que se ofrecía a la mirada era monumental ni insigne; nada había pasado aún a la tarjeta postal, ni se alababa en guía de viajeros. Y, sin embargo, en este rincón de provincia, donde cada esquina, cada puerta claveteada, respondía a un modo particular de vivir, yo encontraba un encanto que habían perdido, en las poblaciones-monumentos, las piedras manoseadas y fotografiadas. (Los pasos perdidos,capítulo VII, p62)”
Mientras lo leía, una y otra vez, no podía dejar de pensar en Santiago, o mejor, en esos barrios santiagueros que tampoco han pasado a la tarjeta postal ni se alaban en guías de viajeros, pero en los cuales también se puede encontrar “el encanto” de toda una ciudad, lo “real maravilloso santiaguero”, como bien definiera el historiador Rafael Duharte en su apropiación del término carpenteriano. Barrios como los que abundan en toda Cuba, en todo el mundo (como demuestra Carpentier). Barrios, por qué no, como el mío.
Luego, pues, permítaseme el chovinismo provinciano de dedicarle esta entrada a ese breve espacio de la ciudad donde he vivido gran parte de mis décadas; y sirva a la vez de homenaje, a otros espacios de esta ciudad con semejantes o mayores méritos para dedicarle unas líneas.
Mi barrio se llama Sorribe (ó Sorribes, según como lo decida el habla popular), probablemente debido al apellido de los propietarios de estos terrenos, quizás los mismo Sorribe que vivieron, curiosamente, unas calles más allá de los límites de las poco más de veinte cuadras que conforman el barrio tal y como es hoy.
Estos límites de los cuales hablo están bien definidos: al sureste la Carretera Central o Avenida de los Libertadores, que lo separa del Reparto Sueño; al suroeste el Paseo Martí, que lo pone a las puertas de la ciudad más antigua; al noroeste la llamada Carretera de Cuabitas o sencillamente Cuabitas (Avenida Patricio Lumumba), que apenas lo separa de su semejante de Los Olmos; y al norte noroeste, Calle 10 de Sorribe, última de sus arterias y límite con el Reparto Santa Rosa.
Cuenta Sorribe con unas pocas calles dispuestas en desordenada simetría, con dos largas rúas preponderantes que lo recorren desde su límite sur hasta el norte, éstas son: calle primera y calle tercera, paralelas a otras más cortas, con ínfulas de callejones. De calle tercera ya había comentado antes, en este blog, una curiosidad: los diversos nombres por los cuales ha sido conocida en su historia hasta llegar a quedar con el definitivo apelativo numérico; antes fue Prolongación de Cuartel de Pardos, luego Prolongación de Barnada, más tarde General Chávez, hoy, tercera. En sus coordenadas este-oeste, el barrio asciende (desciende en el plano inclinado de su lomas) de a pares, desde la calle 2 hasta la calle 10, no sin antes encontrarse también con algún que otro resabio de callejón.
El recuerdo que descubro de Sorribe entre los hilos escurridizos de la memoria aun tersos de la memoria de mi abuelo, es el de un barrio de calles sin pavimento, de tierra, con zanjas a ambos lados para el escurrir de las aguas, de lluvia o las vertidas por los propios vecinos. No existía un sistema de alcantarillados y abundaban las letrinas. Las pocas casas de la zona, donde lo que pululaban eran las cuarterías (solares o ciudadelas), se alumbraban, en su mayoría, con velas o keroseno, pues la luz eléctrica no les era accesible a todos. No fue sino hasta después de 1959, que las calles fueron apiladas y se les colocó unas especies de grandes losas de concreto a forma de pavimento, además de construirse su sistema de alcantarillado y aumentar el número de casas, en detrimento de los solares, los cuales, aún, no son pocos.
Por aquellos años de calles terrosas existían en el barrio algunas construcciones de las cuales hoy queda sólo el recuerdo en los más viejos. El final de Cuartel de Pardos (calle tercera) se ubicaba la clínica particular del Dr Suárez, más hacia arriba, en calle 2 y Cuartelillo (hoy General Guerra), una fundición; y justo a mitad de camino entre ambas, en la esquina de calle 6 y primera, ocupaba un amplio espacio una nave-taller que fue propiedad de Ómnibus Oriental, primero, y luego de Ómnibus La Cubana, en el cual se construían ómnibus artesanales (sic). Años más tardes este taller pasó a formar parte de la Empresa de Festejos y en él se fabricaban las Carrozas y Muñecones que desfilaban en cada carnaval santiaguero. Ocupaba casi la mitad de toda el área de la cuadra que limitaban las calles primera, calle 4, tercera y calle 6; y allá por la segunda mitad de los noventa, fue devorado por un inmenso incendio que además destruyó una escuela primaria que compartía paredes con el sitio. Las imágenes del siniestro permanecen perfectamente definidas en mi memoria. No ha sido el único incendio ocurrido en el barrio, justo en la esquina de tercera y calle 8, una casa también fue pasto de las llamas, hace tanto, que la estructura que en la actualidad presenta ha desplazado de mi mente a la edificación anterior. Incluso mi casa tuvo su historia de fuego, que, por suerte, no pasó del prólogo.
Cría fama y …
Por aquellos años de mi infancia, Sorribe era uno de los llamados barrios marginales, con toda la carga despectiva que esa palabra pueda acarrear sobre sus espaldas. Se creo una fama de que ni la policía podía entrar allí. Cierta o no, cuando las riñas tumultuarias ocupaban todo el espacio de una cuadra (y esto ocurría con no poca frecuencia), sólo los carros de la Brigada Especial de la Policía Nacional podía imponer el orden.
En la actualidad, ya no es igual. Tal parece que la generación de los grandes disturbios quedó atrás, y ha surgido una nueva, que, aunque no menos marginal en muchos aspectos, se mueven por intereses que los alejan de la ley selvática de imponerse a los golpes. Aún, muy de vez en cuando, el barrio se anima a la menor discusión. Basta que se sienta el crujir de una botella contra el piso, o el estruendo de una obscenidad en el ruidoso ajetreo de la normalidad, para que las calles se desborden de curiosos (chismosos sería la mejor definición), que en ocasiones llegan (misterio que está por descubrir) desde los barrios vecinos, a la velocidad de la luz, como si cada quien esperara tras la puerta al primer signo de conflicto, para salir “disparado” a convertirse en testigo presencial del hecho, porque no es igual que te lo cuenten. Supongo que son resabios de tiempos pasados. A veces yo mismo me he sorprendido, en medio de una aburrida tarde de domingo, deseando que se arme alguna “bronquita” para que se “entretenga” un poco el día.
De todas formas, todavía dices Sorribe, y te miran con «mala cara».
Ese mismo carácter bullanguero del barrio es, sin embargo, lo que le da su “encanto”. Las calles siempre están concurridas. El mejor lugar para refrescar el calor de estas tierras es la “puerta de la calle”, desde donde, además, se puede saber vida y milagro de los vecinos con tan sólo mirar por el rabillo del ojo, y mantener oídos atentos al menor aumento del tono de una conversación. Vecinos que, sin embargo, son los primeros en acudir en ayuda ante una necesidad, sin importar quemarse un brazo al empujar un refrigerador para salvarlo de las llamas, o saltar por sobre las barandas de un corredor de más de dos metros de altura, cargar en brazos el cuerpo inmóvil de mi abuelo y llevarlo corriendo por más de cuatro cuadras hasta el cuerpo de guardia de urgencias del Hospital Provincial Saturnino Lora. Vecinos que se llaman de una esquina a otra a pleno pulmón, para saludarse o decirse los más íntimos recados. O que permanecen en el portal de la casa ajena hasta cerca de las diez de la noche, sentadas cómodamente, como si de su propio hogar se tratara.
Personajes y situaciones curiosas hay por doquier. Ahí está Cecilia, una negra flaca de edad indefinida, bailarina y cantante aficionada, que lava y plancha para la calle, fanática a cuanta telenovela transmiten a tal extremo que, a sus labios, los vecinos pierden sus nombres por el de los personajes de turno. Por allí desanda Pasitico, un “loco sano” con ínfulas de grandeza, que cada vez que ve algo mal hecho dice que ya se lo tendrá que decir al Comandante. El rasta que durante años durmió sobre un “colchón desnudo”, a la intemperie, y que hoy se ha construido su propia casita de madera, en uno de los espacios dejado por el desaparecido Taller de Festejos, el cual llena de carteles alegóricos al cuidado del medio ambiente, y a la paz. O la “casa de los muchos”, como dice mi abuelo, en cuya puerta puedes encontrar siempre a alguien sin importar a las horas de la madrugada que llegues, pues según la maliciosa ocurrencia de mi abuelo, son tantos que duermen por turnos.
Otros puntos distintivos
Otras curiosidades guarda Sorribe en sus entrecalles, como dice Carpentier, cada esquina, cada puerta claveteada, guarda sus propias historias.
Casas centenarias que soportan con los más increíbles malabares de sus maderas, el paso de ciclones, torrenciales aguaceros y temblores, sin que cedan un ápice en su inclinación; incluso, cuando apenas se conforman con una fachada y las paredes de las casas vecinas en préstamo como propias.
Dos de las escalinatas que caracterizan a esta ciudad, y que convierten al barrio, en uno de los afortunados poseedores de este tipo de estructura.
La Terminal de Ómnibus intermunicipales, o, sencillamente, la Terminal de calle 4, donde a viva voz se anuncian las salidas de autos y camiones para los diferentes poblados, municipios e incluso provincias de las más cercanas, y que guarda en su trasiego de pasajeros, todo un mercado de revendedores de las más disímiles clases.
Son apenas veinte cuadras de individualidades que, a la vez, componen, este entramado social santiaguero. Particular y al mismo tiempo tan similar a otros muchos barrios “sin postales”; oculto en su propio declive de terreno, coronado por dos escaleras desde apenas muestra sus tejados y sus frondas.
Así vive Sorribe, ni monumental ni insigne, desde su anonimato. Hasta hoy.